La abducción fue un éxito, aunque no sé si estoy en otro planeta o en
otra dimensión. Recuerdo que fui el primero y sucesivamente llegaron más.
Observaba las ratas a orillas del Rin cuando me quedé dormido y mugriento en
una fría noche de invierno, y desperté aseado en este piso jaula climatizado y
con jardín, donde ellas me observan durante dos tercios del día. Yo les llamo
doctor Blanco y doctora Lunar, dos ratas albinas gigantes que han desarrollado
el pulgar prensil en sus cuartos delanteros y cuya principal diferencia es una
mancha de vitíligo en el hocico de ella.
Aunque desperté sobresaltado, al
principio fue agradable. Me alimentaban tres veces por jornada con frugalidad; carnes
y frutos desconocidos, leche de dudosa procedencia; pero era más de lo que me
ofrecía el invierno en la Tierra. Dos veces al día recogían mis heces sobre un
cristal porta preparados para su microscopio. Por una vez, mi salud le
importaba a alguien. Progresivamente fueron llegando abducidos a nuevos pisos
jaula. Entonces cambió todo. La comida fue sustituida por un pienso que parece
contener todos los nutrientes necesarios pero que produce horribles gases e
irrita el colon.
Los experimentos se han ido multiplicando. Los primeros, a los
que nos han estado inyectando virus y drogas, estamos débiles y perdemos pelo.
Desarrollamos manchas y neoplasias como reacción a sus intervenciones. De vez
en cuando muere alguno. No sabemos qué hacen con él, tal vez la disección...
Observamos la lozanía de los recién llegados en el módulo de enfrente. Su
juventud es su condena; les conectan electrodos, les cosen los ojos y los
desamparan en el laberinto que separa los dos módulos en busca de comida. Los
más prudentes mueren lentamente de cansancio e inanición. Otros con mejor
suerte se revientan el cráneo a golpes contra la pared.
Un pequeño resto de
grava de mi jardín me sirve para rayar este mensaje en el suelo bajo mi cama.
¡Huye! Yo estoy muriendo. Espero despertar una fría mañana de invierno a
orillas del Rin.
Un relato de Kostas Vidas.
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